7.6.11

La certeza

Pocas son las certezas que tenemos los humanos, pocas en verdad. Quizás exagere en decir pocas, son aún menos. Sabemos que el día tiene 24 horas pero eso es inexacto. Sabemos el orden de las estaciones pero no podemos asegurar que en verano tocarán días de calor únicamente. Sabemos del Sol, y también sabemos que en algún momento no estaba y que en algún momento dejará de ser. Sabemos que el agua hierve, hay números que lo comprueban, pero no podemos afirmar que siempre habrá fuego o agua. Sabemos de amores y guerras, y nos desconciertan hace siglos. Alguien juró amor eterno y explotó en pedazos en el intento. Un buen día nos dimos cuenta que nos morimos y desde entonces nadie ha refutado semejante observación. He aquí la única certeza que tenemos como seres vivos, una vez nacidos hemos de morir. Deberíamos estar en paz con esa única premisa portadora de la verdad universal, sin embargo el miedo a morir es el miedo que compartimos todos los mortales, convirtiéndonos en exquisitas paradojas ambulantes. De esta certeza no se habla, se teme internamente y por las noches nos quita el sueño. Quizás te retuerzas incómodamente en tu cama, quizás sueltes un alarido, quizás hagas un esfuerzo por cambiar de tema. Sucede en la soledad y no a cielo abierto, de alguna manera hemos aprendido a guardarlo en las tinieblas de nuestro ser. Por lo menos así funciona en el Occidente. En aquel momento mitológico donde nos dimos cuenta del inevitable desenlace, de la certeza, no sentimos miedo. Eso vino después, ya que adaptativamente tenerle miedo a algo imposible de detener sería un gasto energético injustificado, después de todo la vida se basa en la economía de recursos. El miedo es posterior, evidenciando un punto intermedio. Allí se ubica otra clave en el mito del hombre, y fue cuando un buen día tuvimos el coraje de creernos eternos.

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