Mi relación con los colores comenzó de pequeño, como nos
pasa a todos. Empezás diferenciándolos, aprendiendo a nombrarlos y
clasificarlos. Haciendo asociaciones con lo cotidiano, separándolos en grupo, y
de repente aparecen las preferencias. Mi color favorito es el verde azulado,
eso me ahorra tener que elegir entre el verde y el azul. Desde pequeño entonces
tengo una preferencia. También hay colores que me son indistintos y otros que
prefiero evitarlos. En algún momento llegue a odiar alguna tonalidad, pero eso
ha quedado en el pasado, hoy soy un hombre nuevo. Ya de adolescente empecé a
dejar los colores familiares para empezar a probar nuevos colores con mis
amigos. El tamiz de mi paladar se fue afinando, llegué inclusive a distinguir
colores que otros no distinguían. Fue así que varios clanes quisieron
incorporarme a sus filas. Pertenecí a selectos grupos de intelectuales, gente
culta e inteligente. Sabían describir los colores con tantas palabras que yo desconocía,
y eso me asombraba. Me enseñaron a odiar sin saber que estaba odiando. Me
enseñaron a detestar con altura. Del millón de colores que ahora percibía, aprendí
a amar a unos pocos de la paleta, y a maldecir al resto. Los colores ordinarios
eran de gente ordinaria. Pensaba que estaba en el mundo de los adultos, pero honestamente
era un niño jugando un juego macabro. Un buen día comprendí que de nada sirve
odiar a los colores, están ahí todo el tiempo, te siguen a todos lados. La
clave es aprender a disfrutarlos, ese es un trabajo individual que lleva tiempo
y tiene grandes recompensas. No hay colores lindos o feos, pero si hay ojos que
saben apreciar y ojos que no saben apreciar. Mi meta es llegar a amigarme con
todos, aprender a respetarlos. De esa manera el placer se hará presente más
seguido en mis días.